Tras un velo de invisibilidad



No quería verse abocado a esa aventura pero no le quedo más remedio. Parecía que unas extrañas fuerzas ocultas tras un velo de invisibilidad se hubiesen conjurado para hacer de él una simple marioneta. Una representación material de algo que se debía representar por muy poca gracia que le hiciese al infortunado. No quería estar allí, ni participar de esa descabellada locura que pretendían unos insensatos que bien poco sabían de los creadores de infortunios. Salieron especialmente ilusionados y no tardaron en intercambiarse comentarios jocosos sobre la dificultad de la expedición, la estuvieron ridiculizando hasta que se cansaron de hacerlo. En esos momentos las extrañas fuerzas de velo invisible parecían estar ocultas, desaparecidas, parecía que no habían oído las insolentes risas de esos insensatos que se dirigían a su encuentro. No quería seguir con ellos y así se lo hizo saber, ellos se rieron de él, le llamaron cobarde, poco hombre y cosas por el estilo. Aún así seguía queriendo marcharse de allí, presentía que algo malo iba a pasar. Los hilos que le movían se tensaban a cada día que pasaba. La acción estaba a punto de empezar y no quería estar allí cuando empezase. Se encontraba expuesto a dos fuerzas gigantescas que inevitablemente iban a chocar. Una vez más se había visto inmerso en una historia que no era la suya, otra vez alguien había decidido mover la marioneta. Intento escaparse dos veces pero no lo consiguió, finalmente le ataron. El médico de la expedición concluyó que debía tener alguna enfermedad y que estaba empeorando pero él sabía que no era así, ellos eran los enfermos y él su remedio. Si le escuchaban se salvarían por lo menos esta vez pero no quisieron hacerlo. Finalmente le taparon la boca. Estaba a merced de esas extrañas fuerzas ocultas y a merced de los expedicionarios, sabía que no podía hacer nada más que dejarse arrastrar por los acontecimientos, la suerte estaba echada, cómo decían los antiguos. Se adentraron en un territorio dónde el hombre era un ser proscrito, ellos no sabían interpretar las señales que había por todas partes. Los hilos cada vez le tibaban más, se acercaba el momento. Uno de los expedicionarios le aflojó las cuerdas y le sacó el pañuelo de la boca, le dio las gracias y al momento sintió pena por él. Era tan joven y le quedaban tantas cosas por vivir que no podía evitar sentir pena. No quería mirarlo más, en verdad no quería ver nada más, quería regresar ahora que aún se podía pero no osó alzar la voz. La suerte estaba echada y esta vez no les acompañaba. Lo sentía, lo sabía. Aquellos hombres seguían enfrascados en sus asuntos, en temas relacionados con una expedición que en esos momentos no sabían que no llegaría a buen puerto. Finalmente se cayó el velo de la invisibilidad y las extrañas fuerzas ocultas dieron la cara. Horrible, espantoso, infernal, demencial. Estuvo a punto de volverse loco pero las extrañas fuerzas no le dejaron. Una vez más. Se resistieron a su voluntad y ganaron, siempre le ganaban. Y nuevamente, cual marioneta, regresó a tierra firme en busca de nuevos insensatos, de hombres embriagados de tanta verdad que no eran capaces de ver nada más.

Los hilos se volvieron a destensar...



Sentir su tañido desde más cerca



La primera vez que me encontré con Fiódor Mijáilovich Dostoyevski hacía frío, mucho frío. Estábamos a comienzos de año, de invierno y en la calle un manto blanco lo cubría todo. A pesar del Sol radiante de mediodía la temperatura seguía bajo cero. Me lo encontré sentado en las escaleras de un edificio en la calle Perspectiva Kuznechny. Se veía a simple vista que estaba fatigado y seguramente se había detenido allí en busca de un poco de aire. Al principio no lo reconocí, estaba muy pálido y sudoroso. Al preguntarle si le podía ayudar, me indicó con las manos que podía irme, que se encontraba bien y luego empezó a toser de un modo violento. No podía irme, aquel hombre necesitaba ayuda, tenía la sensación que de un momento a otro se iba a morir. Miré calle arriba calle abajo pero en esos momentos no pasaba nadie. Le pregunté que me indicase dónde vivía, me ofrecía a acompañarlo a casa, me contestó nuevamente que me fuese. Estuve a punto de irme, lo reconozco, pero al ver que apenas podía inspirar un poco de aire fresco no pude, aquel hombre quisiese o no necesitaba ayuda. Resolví quedarme allí. Le miré muchas veces pero seguía sin reconocerlo. Me parecía un anciano con problemas intrínsecos a su edad. Aquel hombre intentaba respirar y por momentos parecía que sus pulmones se negaban a obedecer. Pasados unos minutos le volví a preguntar dónde vivía y con un hilo de voz me confeso Kuznechny esquina Yamskaya. Le repetí que lo acompañaría pero él insistió en quedarse en esas escaleras un rato más. Le dije que esperaría, él sonrió. Poco a poco se fue recuperando, su respiración era menos ruidosa, más pausada y sus mejillas volvían a enrojecerse por el frío. En sus ojos también se intuía que estaba mejorando. En ese momento lo reconocí, era Fiódor Mijáilovich Dostoyevski, el gran escritor. El conocedor del hombre cómo ningún otro. Sentía devoción por su obra, me deleitaba con sus personajes y su extraña manera de contar. Era excelso hasta cuando no quería serlo. El gran Dostoyevski ante mí. Me arrodillé ante él y le besé las manos. Puede parecer ridículo pero no me pude contener, me hubiese gustado abrazarlo pero no estaba en su mejor momento para hacerlo. Él me miró extrañado. ¡Señ... señor! Señor Dostoyevski, siento no haberlo reconocido, es un honor para mí conocerlo y si puedo hacer algo por usted dígamelo, por favor, ¡oh! ¡Señor Dostoyevski! ¡Qué día más maravilloso, qué felicidad más profunda! Dígame Señor Dostoyevski, ¿qué puedo hacer por usted? ¡Dígamelo por favor! El Señor Dostoyevski me miro en silencio y sólo me esbozo una pequeña sonrisa. En ella creí ver sabiduría. Mira chico, me contestó poco después, no sé cómo te llamas ni quién eres y te agradezco tu ayuda pero por favor, no me llames Señor Dostoyevski, me llamo Fiódor, ¿de acuerdo? De acuerdo Señor Dostoy... Señor Fiódor, perdón, Fiódor. De acuerdo Fiódor, yo me llamo Nikolay, Nikolay Ivanov Popov y soy estudiante de quinto curso en la Universidad. Mientras yo hablaba de mi carrera y sus pormenores él recuperaba el aliento. Luego me quedé en silencio. Pensaba que estaba ante el hombre al que había leído más en mi vida. Poseía Pobres gentes, El doble, Niétochka Nezvánova, Recuerdos de la casa de los muertos, Memorias del subsuelo, Crimen y Castigo, El jugador, El idiota, Diario de un escritor y muchas otras y esperaba con ahínco la pronta publicación de su última obra, Los hermanos Karamázov. Me gustaba tanto que había hecho lo imposible para conseguir su reciente discurso en la inauguración del monumento a Aleksandr Pushkin. Este discurso, ya lo afirma todo el mundo, será recordado durante mucho tiempo para mayor gloria de Rusia. De repente me preguntó en qué estaba pensando y yo, distraído cómo estaba, no supe que contestar. No tengas miedo, dime, en qué pensabas, pensaba en usted, en su obra, en su grandeza, en todo lo que representa para esta Patria. Exageras amigo, mírame, sólo soy un hombre de casi sesenta años y parece que tenga ochenta. Estoy muy enfermo, siempre lo he estado pero últimamente más por eso he salido hoy, el Sol brillaba y aunque hacía frío me he decidido, quería escuchar las campanas de la iglesia desde la calle, necesitaba sentir su tañido desde más cerca. Me relaja, sabes, es uno de esos momentos en los que siento paz, una paz indescriptible, una paz profunda pero camino a casa me he empezado a encontrar mal, me faltaba el aire y parecía que me fuese a caer, ya me ha pasado algunas veces en estos últimos tiempos pero nunca tan repentina y virulenta cómo esta vez. Es un invierno muy frío o al menos eso me parece a mí, lo es Fiódor, le contesté, este es un invierno especialmente frío, no presagia nada bueno. Después de estas palabras se produjo un silencio. No sabía porqué lo había dicho pero era verdad, hacía mucho frío y el invierno sólo acababa de empezar. Ahora sí que podemos irnos, me dijo mientras se levantaba trabajosamente, déjame que te ayude Fiódor. Y así, los dos juntos nos dirigimos a Kuznechny esquina Yamskaya. Vivía en el segundo y tuvimos que hacer un alto en el primero. Me confesó que no debería fumar pero que fumaba y mucho, mucho más de lo que un enfermo pulmonar cómo él debiera. Su doctor no lo sabía, su mujer sí, ella lo comprendía aunque no era de su agrado que fumase. Al entrar en su casa lo primero que me llamó la atención fue la sencillez con la que estaba amueblada. Modesta y sin apenas detalles de lujo aparte de su escritorio. Me emocioné, estaba delante del lugar dónde el más grande hacía grande las Letras. Me invitó a tomar un té y yo, ilusionado, accedí. Me lo ofreció en una exquisita taza de porcelana, era una delicia beber aquel té junto a Fiódor, en su casa, en su mundo. Me sentía cómo el hombre con más suerte del mundo y apenas podía creérmelo. Me habló de su vida, reciente y pasada, de sus novelas y cuentos, recientes y pasados, y así nos fue pasando la mañana. Se hizo la hora de comer y me ofreció quedarme pero rehusé la invitación, me parecía demasiado y Fiódor necesitaba descansar. Nos despedimos efusivamente y acordamos que cuando volviese a pasar por Kuznechny esquina Yamskaya me acercaría a hacerle una visita, se mostró encantado.

Al llegar a casa le expliqué a mi familia con quién había estado pero ellos no se mostraron tan entusiasmados cómo yo. Mi abuelo fue el único que me preguntó y fue para interrogarme si estaba seguro que ese con quién había estado toda la mañana era Fiódor Mijáilovich Dostoyevski porque él creía que había muerto hacía ya mucho tiempo. No importaba, yo seguía entusiasmado por esa mañana, por haber conocido a Fiódor Mijáilovich Dostoyevski, por haber conocido a Fiódor. Entré en mi habitación y allí estaban todos sus obras, las miré con ojos distintos, con una mirada diferente y todo ello porque había conocido al excelso escritor en primera persona. Y sobretodo porque había conocido al hombre, al simple hombre que tan bien hablaba del mismo hombre, al hombre enfermo que tan bien describía las enfermedades humanas, en definitiva, al genio que lo hacía todo genial .

Al cabo de un mes supe que había muerto. Lloré. San Petersburgo lloró. Toda Rusia lloró. Ese día hacía frío y me recordó a ese otro día, el único y especial día que me encontré con Fiódor Mijáilovich Dostoyevski.





Dostoyevski es Rusia.
Rusia no existe sin Dostoyevski.
(Alekséi Rémizov)