Y yo hablaba y hablaba



 El último recuerdo que tengo con ella era que yo hablaba y hablaba, sólo yo y mis aficiones y en ese último caso, hablé y mucho de astrofísica y química elemental, aderezándolo todo con apostillajes de teoría evolutiva y número áureo. Ahora que lo recordaba me parecía que había sido muy egoísta, sólo hablaba yo mientras ella cocinaba, unos macarrones si no recuerdo mal. Estaba callada, me escuchaba cómo siempre aunque sabía que a ella todo aquello no le interesaba. Estaba más distraída en el sofrito que en mis palabras que sólo versaban sobre una cosa, yo, yo y más yo. Me parece que fui muy infantil al no darme cuenta que su silencio era un grito de socorro, de desesperación si se quiere decir porque a ella, y yo lo sabía bien, aquello no le interesaba. Dejé de hablar y me puse a escribir, me parecía que en aquellas circunstancias era lo mejor, después de la Teoría M poco más había que decir. No formuló ninguna pregunta, no realizó ninguna observación pues para ella el sofrito era importante y las inquietudes de su pareja, no tanto. Parecía lastimosa mi actitud y analizándola desde la distancia no estaba exenta de cierto patetismo por mi parte ya que buscaba una atención que no había sabido ganármela a fuerza de naturalidad, ingenio, humor o cualquier otra cosa que a ella le hubiese atraído. Me parecía que aquel recuerdo hablaba de mí mucho más de lo que yo creía, mucho más de lo que hubiese creído que era capaz un recuerdo, me parecía verme cómo un ser moribundo que se aferra a la vida de otro porque la suya propia esta destrozada. Una visión con ciertos tintes fatalistas o al menos eso me parecía a mí. En este recuerdo se guarda algo más que su silencio, algo más que una simple interpretación de una acción pasada que tanta repercusión tuvo en el futuro y algo más que una simple cuestión de aficiones o gustos. En este recuerdo se guarda lo más lógico que una vez tuve, lo más íntimo, lo más personal, todo aquello que una vez me hizo hombre, ser, pensamiento y alma. Me he dado cuenta que en este recuerdo existe vida propia, existe una realidad que define una historia que parecía que no fuese a ninguna parte y en un sólo instante, en unos pocos minutos, todo cambió. Su silencio cambió. Mi vida cambió. Ese recuerdo trae consigo la constatación de la incapacidad por dar más, por entender mejor y por vivir de acuerdo a unos parámetros fijados. Algo así cómo cuando el suicida llama a los servicios de urgencias antes de intentar quitarse la vida, una actitud a medio gas, a medio fondo y a plena carga.

El último recuerdo que tengo con ella era que yo hablaba y hablaba...



Bajo el manto estrellado




Bajo el manto estrellado de la noche me dispongo a meditar sobre una cuestión. Una pregunta que hace tiempo me ronda la cabeza aunque hasta ahora no he sido capaz de encontrar esa necesaria actitud para enfrentarme a ella. Me he sentado y bajo la fría noche salpicada por infinitos puntos de luz y la luna a medio crecer empiezo a desvelar cual es la contestación a lo que hace tiempo se constata en mí. Creo necesitar una respuesta que me produzca menos frío y algo más de entendimiento. Sigo sentado y envuelto en una enorme manta de colores vivos. Para mí el azul, rojo, verde y amarillo son los mejores colores para dar la bienvenida a una inminente conexión sináptica. La construcción del razonamiento, sea del tipo que sea, requiere alegría, un tipo de alegría que no se construye con sonrisas y palmas sino más bien con una puerta por dónde entra todo lo que se acerca por el camino. Mientras avanzas a veces es bueno pararse, detenerse, hacer un alto en el camino para enfrentarse a esas cuestiones que se arremolinan en tu cabeza y no dejan avanzar más ni retroceder. Son cuestiones que con el tiempo se vuelven fundamentales, ellas quieren simplemente explicarse aunque antes, nosotros mismos, debemos ayudarlas a florecer cómo si fuesen una hermosa azalea, con cuidado y con tiempo. Las estrellas, los infinitos puntos luminosos de antes, son un marco ideal a la hora de despejar la incógnita, la equis matemática y abrirse paso por terra ignota y así dibujar en el mapa que es tu mente, una nueva ruta. Por eso bajo el manto estrellado de la noche me dispongo a meditar sobre una cuestión. Con ganas, con fuerza por este marco ideal, por estos testigos inconmensurables y con la necesidad de darme una respuesta a una pregunta que he tardado mucho en formulármela. Sentado y abrigado por los vivos colores siento cómo las primeras oleadas de pensamiento llegan, son las primeras olas de una marea y constato que la pleamar será alta. El agua empieza a inundarlo todo, mis recovecos se ven anegados por tanta presión, la respuesta ha llegado, parece que todo se ilumina pero yo sólo quiero respirar. De repente, entre las estrellas y yo no hay nada, ni aire, no sé si esto es real o imaginado, lo que si sé es que esto no puede seguir así. Mi corazón se acelera y mi cabeza esta llena a rebosar de una verdad que hasta estos momentos no era capaz de ver. Una luz radiante me inunda hasta el tuétano de mi pensamiento y no me puedo creer que no pudiese verla antes, ¿había sido un ciego o simplemente esto no era posible antes? De repente, sin previo aviso y tan rápidamente cómo antes, las aguas se retiran. Todo el nudo se desanuda sin más ayuda que la total asimilación de una radiante verdad que ha dejado pequeñas a las millones de estrellas que me acompañan esta noche. Vuelvo a respirar y a sentir frío.




La vida no tiene nada de real
es simplemente, recuerdo.



Como en la antigüedad


Me preguntaba si no estaba maldecido por algún Dios cómo les pasaba a las gentes que vivían en la antigüedad. Una funesta maldición cuando aún era niño debía de haber recaído en mí y sin esperanza alguna, con los años, he ido comprendiendo su larga sombra. Comprendiendo no sería la palabra, sería mejor decir habituando, una especie de adaptación progresiva a su manifestación y a su verdadero poder. Los años sólo me han confirmado lo que en la adolescencia empezó a ser una sospecha. Debo decir que mi niñez transcurrió sin sobresaltos importantes aunque había cosas que no acababa de entender. Me preguntaba cómo podía ser que todos los niños realizasen esos dibujos tan bonitos y los míos, en cambio, fuesen extremadamente feos. Sin definición, sin acierto, más bien una nebulosa de colores y poco más. Los profesores sabían que yo lo intentaba pero parecía que no era capaz de superar una barrera que en mí existía. En la música y el dibujo técnico no fui mejor. No sabía el porqué pero aquello no me salía cómo a los demás y sólo gracias a las buenas notas que sacaba en otras asignaturas pude ir pasando de curso. En la Universidad me decanté por las letras, Filología Antigua, una Licenciatura de recién creación. Aquello no fue cómo me esperaba. En general no me iba mal, en las lenguas indoeuropeas no tenía muchos problemas pero en las lenguas semíticas y otras por el estilo, padecí un calvario. No era capaz de escribirlas cómo tal, mi ortografía era pésima y así me era muy difícil superar los cursos aunque finalmente me gradué. En esos años me había hecho una infinidad de análisis, chequeos, pruebas y más pruebas pero siempre salía lo mismo, estaba sanísimo. Mis padres me llevaron a varios psicólogos y luego psiquiatras pero todo estaba en orden. Yo pensaba en esos momentos que ese algo que me acompañaba desde niño iba creciendo y creciendo y su sombra se alargaba y se alargaba. Pasé un tiempo de preocupación, un tiempo de pasotismo, un tiempo de reflexión y finalmente, un tiempo de aceptación Estaba convencido que ninguna persona ajena a mi círculo íntimo iba a resolver nada aunque dejé que mis padres siguiesen buscando una solución, a lo mejor a ellos les iba mejor que a mí. Mis diferentes amigos en el transcurso de los años siempre me habían recomendado que no le diese mucha importancia a este tema pero no podía, para mí siempre había sido importante. Me preguntaba si no estaría maldecido por algún Dios antiguo, acaso una Hera ociosa o tal vez por un Ahrimán caprichoso, no sabía. Y más después de las dos expediciones a Grecia e Irán que había podido realizar en estos tres últimos años. Allí encontré pruebas físicas que reafirmaban lo que había estudiado en la carrera universitaria, la historia de unas personas que vivían bajo la alargada sombra de unos ignotos caprichos, guerra y paz, prosperidad y hambruna, todo dependía de los augurios de unos Dioses que se escondían en todas partes y en ninguna. Ellos decidían sobre otros cómo yo y a veces escogían a un pobre infeliz y hacían de su vida una especie de ratonera, una vida sin salidas ni entradas, una existencia acordonada desde el mismo momento que el Dios depositaba su atención sobre el infortunado. Lo mismo que sentía yo. A veces me parecía estar viviendo en un mundo remoto, sujeto a sus realidades y a su tiempo pero sabía que no era así, estaba seguro que yo no era un ser antiguo aunque padeciese lo mismo que los antiguos. La verdad era que nada de todo esto tenía tintes de arreglarse y no sabía que hacer para solucionarlo, simplemente era una cosa que me acompañaba, cómo una fina película que recubría mi piel y que no me dejaba hacer más allá de una distancia determinada. Si estiraba por delante, me apretaba por detrás, si perseguía el cielo, me destrozaba los pies.

Era una ratonera, algo demasiado perfecto para ser humano.

Por eso me preguntaba si no estaría maldecido por algún Dios...

… cómo los que vivían en la antigüedad.


 

A lomos de una hormiga



Se estaba dando cuenta, a lo mejor demasiado tarde o a lo mejor no, que un libro, al igual que pasa con la música, te cambia la vida. Si leía una novela de acción, ésta irremediablemente aceleraba su ritmo de acción y eso al final afectaba a su vida diaria. Parecía irreal pero era así de simple aunque nadie hubiese hecho ningún estudio para confirmar este hecho tan evidente. Se deleitaba leyendo poesía y siempre era primavera, aparecía con algo del género fantástico y tarde o temprano acababa llegando sobre un poderoso dragón a su trabajo. La sencillez en los libros simplifica la vida. Las poderosas letras que emanaban de todos los libros que leía llegaban más allá de su consciente, ahondaban en ese estado dónde las vivencias no tenían nombre y se fundían una tras otra en una sopa primitiva dónde todo cabía y casi nada salía, en ese lugar dónde las puertas eran giratorias y entre lo real y lo imaginario no era posible distinguir ninguna diferencia. Cuando leía una novela policíaca veía sospechosos por todas partes, a diario y cuando vivía una obra de ciencia ficción aseguraba, sin temor a equivocarse, que su coche le daba diez mil patadas al Enterprise. Entre letras africanas siempre aparecía la música y los olores lo impregnan todo y siempre, siempre, los colores eran los protagonistas, era cómo viajar al sentido más puro y simple de la vida. En verdad hacía mucho tiempo que se había dado cuenta que un libro te cambiaba la vida aunque le había costado aceptarlo. Pensaba que si esto finalmente se confirmaba, la constante metamorfosis y eterna mutación que nos acompaña en cada latido, a cada paso, su verdadera forma de ser se difuminaría inexorablemente hasta fundirse en esa sopa primitiva dónde no sabía si una vez dentro de ella lograría salir. El tiempo le había enseñado que todo había sido un temor infundado, un miedo del todo irracional aunque perfectamente entendible si el sujeto que lo presentaba creía firmemente que uno era lo que era y poco más. Una actitud más bien simple para quién sólo aspiraba a montar a lomos de una hormiga y soñar. Era curioso pensar que con lo poco que había leído hubiese cambiado tanto, se emocionaba con sólo pensar en el futuro, ahora estaba seguro que lo presentía diferente, cómo cuando...

cada momento parece contener una infinita fuerza vital.*






 
* Patriotismo. Yukio Mishima.