En detalles


Hay detalles que uno puede ver de si mismo que no por ser cotidianos dejan de ser menos elocuentes. Puede observarse en un ínfimo detalle su carga elemental y su estado, básicamente anímico. Concretamente, el propio. En términos de energía no es mensurable por ínfimo sí es posible decir que un detalle no posee ese adjetivo por defecto. En términos de escala temporal resulta vago. No tiene un tiempo estipulado y a cada personas le dura lo que le dura. El espacio que nos envuelve es su medio natural y los detalles, cómo otras cosas en la vida, se ven reflejadas en lo que cada día te encuentras. Se puede hacer una lectura. Objetivamente parcial. Se podría escribir sobre ello. Los detalles conforman un todo, te explicaría el artista o el filósofo. Los detalles son la clave, te aseguraría el economista.

¿Pero que son los detalles?

Pues igual que pasa con la escala de tiempo, los detalles no se identifican con nada en especial. Cada uno ve detalles de si mismo que cambian, que se acercan y se alejan de un punto determinado. Sin avisos. Detalles en formas de hablar, de escribir, de decir, de callar, de pensar, de soñar...

Hay detalles que se podrían definir cómo más personales, más propios de cada uno. Son los llamados detalles de cuerpo entero. Son detalles cotidianos que te acompañan durante un tiempo y un día desaparecen. En el transcurso de vuestra vida conjunta hay centenares de momentos dónde el detalle resultó ser decisivo. Oportuno, si se quiere decir. Ahora, ya desaparecido, su enseñanza perdura. Un detalle puede ser frágil o llegar a ser un hecho distintivo. Una prolongación de nosotros mismos. De nuestro interior a menudo más codificado.

Cómo detalle personal más inquietante está, por ejemplo, uno que hoy en día aparece diluido por la cotidianidad, el de las personas que llevan sombrero. En este tiempo han sido objeto de estudio por etse detalle fundamental y propio, que es taparse a voluntad la parte alta de la cabeza, y sólo han conseguido encontrar un mar de incógnitas. Hay expertos que dicen que se ocultan tras esa tapadera, otros que así es cómo se manifiestan su manera de ser sin atisbo de convencionalismos. Unos más atrevidos en sus elocuencia exponen que las personas que usan sombrero, gorro, gorra, bonete, bombín, chapela, chistera u otra prenda por el estilo carecen del sentido del ridículo o por el contrario padecen en exceso del él.

Sobre detalles y sus múltiples formas, todo el mundo opina. Nadie sabe de su verdadera naturaleza pero acaba formando parte de ti. Un color, unas formas, un mover las manos, un mirar, un cómo te colocas los zapatos, un que bien hueles, un pájaro camino al trabajo, un perro que te da unos sustos de muerte al volver. Los hay variados, cómo personas hay en el mundo. Unos más visibles otros menos. Todos tenemos detalles, todos poseemos una gran cantidad y en muy diversa escala.

A mí, me gusta ir con la cabeza tapada. Me gusta afeitarme y eso provoca que la temperatura ambiente se muestre en toda su crudeza sobre mi piel rasurada. Ya sea invierno o verano. El frío provoca en gente cómo yo que pronto echemos mano del gorro, gorra, sombrero o cualquier buena tapa para la azotea, la sentimos cómo una necesidad. Una tapadera te enseña más de lo que puede aparentar. Lo primero es hacértela tuya, es salir, voltear, rular, callejear y rumiar viento a la vez. Ahora, la mía, ya habla. Me habla sobre detalles, suyos y de otras prendas que uso y que frecuento. Es una charla de revelaciones y silencios. Cuando se siente bien, la visera apunta al cielo pero si en cambio se siente un poco abatida o cansada, la visera cae hacía abajo. La tapadera o gorro, gorra, sombrero o bombín que lleves puesto sobre tu cabeza acaba por decirte. Es cuestión de querer escuchar.

Nada en especial pronuncia.

Tan sólo te habla cómo sabe...





Recuerdo, no más



Afuera llovía. Era un día gris, uno de esos en los que el cielo de color plomizo parece que se vaya a caer de un momento a otro sobre nuestras cabezas. No me acuerdo si era miércoles o jueves aunque bien pudiera ser que fuera sábado, la verdad es que no me acuerdo. Lo que si recuerdo es que ese día era uno de esos típicos días de inviernos dónde apetece estar en casa, encerrado y con algo caliente entre las manos para poder soportar mejor las bajas temperaturas. Me preparé un café y me senté en en mullido sillón encarado hacía un enorme ventanal que domina mi comedor. La visión de un día gris se asemejaba mucho a mi estado de ánimos. No es que estuviera triste más bien es que me sentía apagado, cómo ese día. No percibía el color dentro de mí cómo no lo veía en todo el paisaje que me rodeaba. Tampoco es que me faltaran las fuerzas sino es que éstas se mantenían aletargadas bajo un manto que a día de hoy aún me cuesta definir. Era uno de esos días dónde es mejor no hacer porque nada parece que vaya a salir cómo uno tiene pensado aunque no sepas bien la razón. Intuición, supongo. Miraba cómo el manto de nubes grises cubría el cielo y sentía en en mi interior algo también me estaba cubriendo. No era tristeza, no era pena era más bien una sensación que me envolvía cómo lo estaban haciendo aquellas nubes con una tierra que era la única que había conocido. Sensaciones que me recorrían mientras el café me sabía mejor que nunca. Me parecía estar viviendo una de esas estampas tan invernales que se dan en tantos países norteños y que poco tienen que ver con los sureños, más bien cálidos y soleados. Parecía que no pasase el tiempo allí sentado disfrutando de mi café y de aquella visión matutina. La música me envolvía y el café me calentaba y en esos momentos no había nada que me importase. No tenía pasado, no tenía futuro porque lo único que había era presente. Una realidad que me acunaba entre oscuras nubes y aromáticos sabores. Me sentía en paz aunque ésta no fuera igual a la que sentía tantas veces en el transcurso de los días. El día había amanecido diferente, apagado y frío y aunque por unos momentos yo me sentí igual recuerdo que a medida que iba tomando mi café y dejándome llevar por aquella estampa, las cosas estaban cambiando. Muy poco a poco pero estaban cambiando. No podía ver cómo se movían aquellas nubes pero sabía que se movían, siempre se movían y era justamente esto lo que me parecía a mi de mi mismo, que aunque parecía que no me movía, me movía. Sin dirección, sin orden pero con pasión, una pasión que nacía de las pequeñas cosas que componían mi vida. De repente se acabó la música, me levanté y apagué el reproductor. Me dirigí a la cocina y me preparé otro café a sabiendas que éste no estaría tan bueno cómo el anterior. Era una sensación que se volvió realidad tan pronto le dí el primer sorbo. Volví al comedor y de pie volví a mirar por la ventana, las nubes seguían igual, los colores eran los mismos y el frío era igual de intenso que hacía unos momentos y yo había dejado de ser el mismo.

Recuerdo todo ello cómo si fuese la estampa de un momento que no volverá, cómo la manifestación de algo que se perdió en el camino y que no volverá.

Recuerdo, no más.


" El viento de la realidad no había apagado la llama de su corazón"
(Haruki Murakami)